Desde que existe la humanidad, ha habido innumerables personas que han dejado atrás las comodidades del mundo conocido y se han adentrado en tierras ignotas en pos de un ideal. Los motivos de exploradores y descubridores son muy variados, desde aventureros que buscaban hacer fortuna allende los mares hasta misioneros que se creían en la obligación divina de extender su credo a otros pueblos. Un ideal del que hemos oído hablar poco es el que nos presenta Richard Conniff en su libro The Species Seekers: las ciencias naturales.
Hoy en día nos parece que los únicos que pueden dedicarse a descubrir misterios en la naturaleza son científicos ataviados de blanco en laboratorios dotados de microscopio. Sin embargo, desde que Linneo sembró en el s. XVIII la poderosa idea de que la clasificación de la Naturaleza estaba al alcance de todos, muchos de los aventureros que fueron a perseguir las maravillas del mundo natural tenían más ilusión que estudios. Soldados, cirujanos y médicos, escritores, coleccionistas, carpinteros, misioneros y sacerdotes—todo el mundo podía ser un naturalista, salir al campo y descubrir una especie nueva de escarabajo, un ave desconocida, una flor jamás descrita para la ciencia.
Hasta entonces, nos habíamos interesado en la naturaleza sobre todo para aprender cómo sacar provecho de ella. Pero desde el momento en que Europa y sus colonias se convencen de la importancia de conocer, describir y listar todas las especies del mundo, este ideal se apodera de muchas mentes y los arrastra a los más remotos rincones de la Tierra, desde las selvas del Gabón hasta las montañas de China.
No fue Charles Darwin el único en recorrer el mundo describiendo pinzones y mariposas; otros se adentraron en el Amazonas, como Henry W. Bates, de infatigable buen humor en medio de nubes de insectos, naufragios fluviales y otras catástrofes que sin embargo no dañaron la colección de 14,712 especies que consiguió recolectar. Otros se enfrentaron a bandidos, rebeliones armadas, e incluso persecuciones religiosas, como el Père Armand David, misionario católico francés que se embarcó en largas expediciones por tierras chinas, recorriendo lugares que pocos europeos habían pisado antes. Además de arbustos como las lilas que perfuman nuestros jardines, David describió el oso panda, contribuyó a salvar de la extinción al ciervo actualmente llamado del Padre David, y reflexionó sobre la alarmante velocidad a la que desaparecían especies y hábitats en China. Algunos exploradores ni siquiera descubrieron especies vivas, sino muertas y fosilizadas, hallazgos que agitaron considerablemente las narrativas hasta entonces en boga que explicaban la historia del planeta. Inquietos, inquisitivos, y con una capacidad infinita para sorprenderse, maravillarse, fueron forjando descripción tras descripción el conocimiento del mundo natural que ha llegado a nuestros días.
Aunque muchos buscaron el reconocimiento y la gloria por sus descubrimientos, otros tantos se conformaron con la satisfacción de saberse los primeros en penetrar el misterio de aquella especie en particular, de observar con ojos de naturalista aquella ave antes que nadie, y poder compartirlo con el resto del mundo.
Fuentes | |
Richard Conniff. The Species Seekers. Heroes, Fools, and the Mad Pursuit of Life on Earth. W. W. Norton & Company. New York, London. 2011 |