Entrevista a José Manuel Sánchez Ron

Sánchez Ron es autor de numerosos libros de divulgación y de historia de la ciencia, dos de ellos ilustrados por Mingote; un diccionario científico  y además es miembro de la Real Academia Española de la Lengua. Charlamos con él sobre la actividad científica y sobre su carrera. 

 EC | Madrid | Enero 2013

1.- Como historiador has estudiado la biografía de muchos científicos. ¿Qué lleva al científico a dedicar su vida a un trabajo que suele ser pesado y duro? Sin duda, el afán de conocer, pero hay también un sentimiento de poder, el afán de ser reconocido por sus pares, etc.

He estudiado, en efecto, las biografías de algunos científicos – Galileo, Newton, Darwin, Planck, Einstein, Schrödinger, Miguel Catalán, Blas Cabrera, Julio Rey Pastor y algún otro – y la conclusión a la que he llegado es que decidieron dedicarse a la ciencia, a la investigación científica, porque descubrieron que era lo que les gustaba y para lo que encontraron que servían. Se dieron cuenta de ello sin premeditación, sin dedicarse en ningún momento a indagar de manera organizada cuáles eran sus habilidades. Se trató de un descubrimiento, favorecido por una atracción, digamos innata. Cosas como sentimiento de poder o deseo de ser reconocido por sus pares es algo que, en casos de excelencia como los que he mencionado, no estaban en ellos inicialmente, aunque pudieran surgir posteriormente (Newton llegó a ansiar poder, y lo obtuvo).

Las consideraciones anteriores se aplican sobre todo a “los grandes científicos clásicos”. Con el creciente prestigio social de la ciencia, y el éxito económico que puede llevar asociado en ciertos campos (electrónica, física de materiales, matemática aplicada, por ejemplo a la economía), va influyendo más en la decisión de dedicarse a la ciencia la posibilidad de que ésta constituya un medio para acceder al reconocimiento social y al éxito económico.

 2.- ¿Cuáles son las principales “virtudes científicas»?

Curiosidad, no dar nada por sentado (lo que significa habilidad para mirar las cosas, la naturaleza, como si se vieran por primera vez, como si se fuera un niño), razonamiento lógico y capacidad para mantener esfuerzos intelectuales – en el dominio teórico o experimental – durante bastante tiempo. Para ser un buen, no digamos un gran, científico, hay que serlo en todo momento, que la ciencia domine tu vida.

3.- En tu caso, ¿cuándo te diste cuenta de que querías dedicarte a la ciencia? ¿Hubo algún acontecimiento, libro, profesor, experiencia especialmente relevante?

Fue una decisión próxima al momento en que terminaba el bachillerato, y que debía ir a la universidad, una decisión favorecida no tanto por una inclinación temprana, innata podríamos decir, como por lecturas de libros de divulgación científica y de algunas biografías. Recuerdo, en particular, una biografía de Einstein que leí, completada por algún libro en el que se exponía la teoría de la relatividad (la especial sobre todo). Tal vez de entonces date mi interés por la vida y la obra de Einstein, tema al que he aportado un buen número de trabajos. En alguna ocasión, cuando he visto trabajos míos citados en la bibliografía de los Collected Papers (Obras completas) de Einstein, he recordado aquellos tiempos, ya lejanos, con sentimientos agradables.

4.- ¿Cómo crees que se puede aumentar el interés por la ciencia en los niños y jóvenes? En especial, el interés por las matemáticas, que hemos detectado que es el gran obstáculo para que se dediquen a ciencias duras

Lo primero que se necesita, para la materia que sea, es un buen profesor, alguien que sea capaz de dar vida a la asignatura. Estoy pensando, como la pregunta indica, en la enseñanza primaria, secundaria y media, si es que se puede establecer este tipo de distinciones. Es allí, no en la universidad – también, claro, en los hogares, en la “cuna” – donde se juegan las cartas de las vocaciones futuras y de algo más general, y también acaso más importante, la cultura de un país, de una colectividad.

En cuanto a las ciencias en particular, es preciso mostrar que más allá del esfuerzo que se debe realizar para comprender las diferentes materias – matemáticas, física, química, biología, geología,… – se trata de disciplinas divertidas, que las encontramos en todas partes, influyendo, determinando nuestras vidas. Muy importante es, además, hacer hincapié en que a través de la ciencia adquirimos plena conciencia de nuestras capacidades, del poder y singularidad de nuestros cerebros, de nuestra “inteligencia”. La ciencia, el conocimiento sistemático y con capacidad de predicción de los fenómenos de la naturaleza, es lo que realmente no distingue de las restantes especies superiores que existen. Hace años utilice este argumento en un artículo que publiqué en El País titulado “¡Vivan las matemáticas!”. Y me centré en las matemáticas porque creo que son particularmente importantes, y bastante “odiadas”. Más o menos, dije que aquel que comprende la demostración del teorema de Pitágoras, que es bastante fácil, al alcance de todos, se da cuenta del poder de su mente, de la capacidad de abstracción, de pensamiento simbólico. Tuvo bastante éxito. Los matemáticos lo reprodujeron en una de sus revistas.

Por último, es preciso trasmitir que no hemos inventado mejor instrumento para liberarnos de mitos que la ciencia. Eso, librarnos de mitos, nos da dignidad, aunque no siempre felicidad: el saber puede ser desolador.

5.- ¿Cuándo y por qué decidiste pasarte a la historia de la ciencia?

Fue un proceso lento, paulatino, que fue apareciendo al mismo tiempo que me desarrollaba como investigador. Me di cuenta de que me gustaba más reconstruir los procesos históricos relacionados con la ciencia – cómo surgen y se desarrollan las ideas, teorías o experimentos, su contexto social y cómo éste es afectado por, y afecta a, la ciencia – que intentar crear nueva ciencia. Además, comprendí que estaba mejor dotado, que podía ser más creativo, como historiador que como científico. Por último, la historia me permitía tener una relación más directa e íntima con la escritura, que siempre me atrajo y para la que pienso tengo alguna habilidad. Creo que ayuda a ser más feliz, a sentirte más satisfecho con la vida, si uno hace aquello para lo que está, o cree estar, más dotado. Me ayudó también los años que pasé haciendo mi tesis doctoral (de Física) en Londres. Allí, y luego también durante el año que pasé en Filadelfia, siempre en departamentos de Física y Astronomía, la presencia, y prestigio, de la historia y filosofía de la ciencia, era grande. La presencia y las relaciones “ciencia-historia/filosofía de la ciencia”, “científicos-historiadores”. Seguramente, si hubiese permanecido en España, mi vida, mi carrera, habría sido diferente.

La historia del oxígeno

En Energía Creadora rastreamos los procesos que hay detrás de los grandes descubrimientos e invenciones, para intentar hallar una serie de pautas que alienten la creatividad. Así, podrían aprenderse a nivel individual y también enseñarse en la escuela, en los equipos de trabajo y en cualquier organización.

EC | Madrid | Enero 2013

Lo cierto es que el nombre de nuestro protagonista es bastante desconocido, a pesar a que fue uno de los mayores científicos de su momento, aclamado en su patria, Gran Bretaña, y en EEUU, país que lo acogió al final de sus días.

La historia de Priestley es interesante porque son muchos los pasos que conducen a su éxito. Hemos de tener en cuenta diversos factores: su biografía, su forma de pensar, la tecnología de la época, las redes de información, el paradigma científico dominante. Joseph Priestley no halló el oxígeno en un momento de inspiración; pasó años investigando, saltando de un tema a otro, realizando numerosos experimentos y, sobre todo, intercambiando información con otros hombres de ciencia. Analizaremos brevemente cada uno de estos factores para contar la historia en toda su complejidad.

Joseph Priestley nació en Gran Bretaña en 1733, y murió en EEUU en 1804. Se dedicó a la Filosofía Natural, a la experimentación, invención, educación, religión (era ministro de la Iglesia),  política, química… Inventó la soda. Fue miembro de varias sociedades científicas y gran amigo de Benjamin Franklin y de Thomas Jefferson. Se le puede considerar un pionero de la divulgación científica: deseaba dar a conocer al gran público los avances de la ciencia, por lo que escribía en inglés y con un lenguaje accesible.

Publicó casi 500 libros y opúsculos, sobre una gran variedad de temas, en especial de ciencia, política y religión. Con 39 años recibió la Medalla Copley, que otorgaba la Royal Society y era como el Premio Nobel de la época.

En su biografía, vemos ya señales tempranas de un interés y fascinación por la naturaleza y sus procesos. Una simple anécdota infantil, que de no haber sido quien fue, habría pasado desapercibida, contiene la clave de su futuro: el pequeño Priestley se divertía capturando arañas y metiéndolas en tarros de cristal. Pero los pobres bichos morían a las pocas horas. Ese hecho, por entonces sin explicación, fue algo que, desde siempre, inquietó a Priestley. Con los años, él mismo pudo darle respuesta.

Otra curiosidad cotidiana fue también decisiva: se mudó con su familia a una casa que estaba junto a una fábrica de cerveza. En ella realizó ciertas observaciones que le atrajeron hacia el estudio del aire. Desde luego, muchos otros vecinos lindaban con la cervecería, pero sólo Priestley se fijó en las cubas en las que fermentaba la bebida y pudo aprovechar esta coincidencia para avanzar en sus estudios. Y es que el azar puede ser decisivo siempre y cuando exista una mentalidad receptiva, una predisposición intelectual capaz de aprovechar los más nimios incidentes. Como dijo Pasteur, “el azar favorece a la mente preparada”.

“La ciencia no es una simple búsqueda de la verdad universal en la que un genio descubre repentinamente nuevos datos por el mero poder de su intelecto. Por el contrario, las innovaciones en la ciencia son el resultado de una compleja interacción de perspicacia, estudio empírico y las convenciones de un sistema-paradigma dado”. (Thomas Kuhn, citado por Steven Johnson en «La invención del aire», pg. 59)

Priestley reunía unas cualidades y características indispensables para la creatividad: era observador, atento, curioso, innovador y optimista. Hoy sabemos que el buen humor favorece la inspiración, y Priestley nunca lo perdió, ni se vino abajo pese a las terribles circunstancias que tuvo que soportar en ciertos momentos. Además, su mente era multidisciplinar. Estaba convencido de que la ciencia, la política y la religión no eran compartimientos estancos, sino que se refuerzan mutuamente. Él buscaba la conexión entre estas tres esferas, como se aprecia en sus escritos.

Desde sus inicios como joven maestro, Priestley fue un innovador: enseñaba gramática inglesa, historia moderna y política, asuntos que no eran materia escolar. También, aunque era miembro de la Iglesia, poseía unas opiniones críticas y avanzadas sobre esta institución.

Compartía información compulsivamente. Las conexiones sociales y las redes de información son inseparables del éxito científico. Las buenas  ideas, para prosperar, necesitan circular. Formó parte de los Honestos Liberales, los Electricistas, los Lunáticos… Estos peculiares nombres se refieren a sociedades que apoyaban y practicaban la ciencia, integradas por científicos e intelectuales. Solían celebrar reuniones en entornos relajados (cenas, tertulias, cafés…), en las que ponían en común sus avances, problemas, desafíos, proyectos y sueños. Era muy frecuente también la comunicación por carta, bastante fluida dentro de Inglaterra. Sin el apoyo, colaboración y recursos que estos círculos aportaban al trabajo individual de sus integrantes, la mayoría de los logros de Priestley y de todos los demás, habrían sido imposibles.

A lo largo de su vida, Priestley desarrolló un estilo de investigación “más exploratorio que sistemático, barajando innumerables variaciones de materiales, equipos y objetos o sujetos de estudio”. Su enfoque era inventivo, casi caótico, y “su método estaba más cerca de la selección natural que del razonamiento abstracto: las nuevas ideas surgían de yuxtaposiciones, del azar, de la diversidad”. (S. Johnson)

Para centrarnos en el descubrimiento en sí, debemos situarnos en su contexto. Estamos en una época anterior a la química como la conocemos actualmente. Apenas había interés en investigar “el aire”, que era como una especie de vacío. Se tenía constancia del llamado aire fijo o mefítico (dióxido de carbono), por los efectos nocivos que producía. Gracias a un experimento con menta, este ámbito fue volviéndose cada vez más interesante. Priestley introdujo, tras muchas arañas y ratones,  una ramita de menta en un frasco de cristal, y al contrario que los animales, no se murió. Era como si la planta “devolviera” aire puro al contenido del tarro. Así comenzó la andadura de los “fluidos sutiles”, antesala de los elementos. En el discurso de entrega de la medalla Copley, lo expresaron del siguiente modo: “debo rogaros encarecidamente que prosigáis investigando este asunto, probablemente aún sin agotar, o bien investiguéis la naturaleza de alguno de los otros sutiles fluidos del universo”. (Steven Johnson, pg. 100)

Y, en efecto, la gran hazaña de Priestley ocurrió apenas 2 días después de este evento. Nuestro científico empezó a utilizar unas lentes de vidrio convexas de gran espesor para quemar todo tipo de sustancias. Al calentar polvo de mercurio, Priestley obtuvo un vapor extraño. Lo trasladó a un recipiente e hizo algunos ensayos: si introducía una vela, ardía con gran intensidad. Probó el gas con ratones vivos, que no se veían en absoluto afectados por él. Priestley se atrevió a inhalar un poco. La sensación fue de comodidad y ligereza. “Existía un aire más puro que el aire común. Dos mil millones de años después de que las cianobacterias empezaran a bombear con él la atmósfera de la Tierra, Joseph Priestley había descubierto el dioxígeno (O2)” (S. Johnson, pg.105). En seguida se dio cuenta de que había logrado algo inusual, y continuó indagando hasta probar de manera fiable que aquel gas era una subespecie del aire corriente.

El británico lo denominó “aire deflogistizado”, a causa de una creencia imperante en la época, según la cual el motivo por el que arden las cosas era algo denominado flogisto. Esta teoría se reveló errónea poco después, pero Priestley jamás aceptó esta equivocación y durante el resto de su vida se aferró a ella. Es una gran incógnita por qué, ante las pruebas abrumadoras contra el flogisto, Priestley nunca cambió de parecer.

Las grandes ideas, como hemos visto, suelen llegar en fragmentos, en pequeñas piezas que se van sumando a lo largo de la vida. Entonces, para que se produzcan buenas ideas, habría que fomentar entornos (escuela, trabajo…) donde esos fragmentos puedan madurar en el tiempo.

La carrera científica de Priestley fue meteórica, pero se vio truncada de la noche a la mañana. Sus opiniones sobre fe y política eran, quizá, demasiado avanzadas  para su contexto, y acabaron por costarle la enemistad de un sector reaccionario, que se proclamó contra la Revolución Francesa y contra todos sus defensores británicos, como Priestley. Razones ideológicas se impusieron a su prestigio científico y, la misma sociedad que le había encumbrado, trató de acabar con él. Perseguido y repudiado, Priestley no tuvo más remedio que marcharse a Estados Unidos con 60 años. Allí, privado de sus redes de información (la comunicación postal entre EEUU y el viejo continente era extremadamente lenta), su producción se vio resentida, aunque no dejó de investigar y escribir hasta el día de su muerte.

Fuentes
La invención del aire. Un descubrimiento, un genio y su tiempo. Steven Johnson, Turner, Madrid 2010.

Ciencia y buen humor

En los últimos tiempos, la ciencia no ha dejado de buscar nuevos caminos para acercarse a la gente. De todos ellos, el buen humor nunca falla. Los científicos ya no quieren ser esos raritos solitarios y despistados cuyo trabajo sólo entienden sus colegas, y a quienes los demás miran con cara de póquer cuando explican a qué se dedican. La ciencia no tiene por qué verse como algo aburrido e ininteligible ajeno a los no expertos. Numerosas experiencias han confirmado que, si la actividad científica se da a conocer de la manera adecuada, puede atraer a una gran cantidad de personas. Pensemos en el alto número de voluntarios que participan en las distintas iniciativas de ciencia ciudadana. Incluso la industria del entretenimiento se está viendo copada por series que son todo un éxito de público y crítica, cuyos protagonistas ejercen, de uno u otro modo, la ciencia.

A un nivel más “académico”, tenemos el ejemplo de las TED Talks, esa maravillosa plataforma de recopilación y difusión gratuita del conocimiento, o el concurso “baila tu tesis”. Esta convocatoria, que ya va por su quinta edición, reta a investigadores de todo el mundo a que representen sus tesis doctorales sin utilizar jerga; es más, deben hacerlo mediante una danza interpretativa.

Este año aterriza en España Famelab, el certamen internacional de monólogos científicos. Los participantes deben grabar un vídeo en castellano sobre un tema científico o tecnológico, divertido pero riguroso. La idea es crear una comunidad de comunicadores científicos dispuestos a divertir al público, con el fin de que la ciencia llegue a más gente. Los preseleccionados pasarán a una segunda fase, en la que participarán en una audición ante un jurado. Quienes la superen, actuarán ante público y jurado en la final nacional. El ganador representará a nuestro país en la final internacional que se celebrará en el Reino Unido en junio de 2013. Y parece que a los españoles se nos da bien el humor científico, ya que el ganador de 2012 fue un español, Dídac Carmona, si bien participaba por Austria.

El plazo de inscripción está abierto hasta el 31 de enero.

 

Fuentes
El mayor certamen internacional de monólogos científicos se estrena en España

Hitos científicos del 2012

Todos los años, los editores y expertos de la revista Science seleccionan los diez hitos científicos más destacados de los últimos doce meses. El hallazgo del bosón de Higgs, ha sido considerado el gran descubrimiento científico del 2012. El 4 julio, los físicos de CMS y ATLAS, los dos mayores experimentos del Gran Colisionador de Hadrones (LHC), ubicado en el CERN, cerca de Ginebra, en Suiza, confirmaban  la existencia de una partícula que coincidía con la descripción teórica del bosón de Higgs, la partícula que se considera según el modelo estándar de la física  responsable de la masa de todas las demás partículas y sin la que el Universo, sencillamente, no existiría tal y como lo conocemos.

Completan la lista la secuenciación del genoma del homínido de Denisova, una misteriosa especie encontrada en 2010 en Siberia y emparentada con los neandertales; la obtención por un grupo de científicos japoneses de la Universidad de Kioto de óvulos fértiles, con capacidad para ser fecundados, a partir de células madre de ratón; el aterrizaje en Marte del robot Curiosity, de la NASA; la utilización de un innovador láser de rayos X en un laboratorio de California para revelar la estructura de una enzima clave que permite al parásito Trypanosoma brucei causar la enfermedad del sueño en África; el desarrollo de una nueva tecnología de edición del genoma denominada TALENs, más barata y rápida, que permite a los científicos modificar genéticamente peces cebra, sapos, ganado y otros animales; la obtención de evidencias de la existencia de fermiones de majorana (partículas que actúan como su propia antimateria y se aniquilan a sí mismas); los hallazgos del proyecto ENCODE, del que hablamos en el número 6 de EC; la utilización de una tecnología experimental por un equipo científico de la Universidad John Hopkins para que personas con parálisis pudieran mover un brazo mecánico con sus mentes y realizar movimientos complejos; y los avances en la investigación de los neutrinos por parte de un equipo de investigadores que trabajan en el Experimento Neutrino del Reactor de Daya Bay en China

Fuentes
– ABC. Los diez grandes descubrimientos científicos de 2012,  según Science
Los diez hitos científicos de 2012 según Science.
Science