Los neurólogos lo dicen tajantemente: el cerebro humano es un cerebro social. Sólo se desarrolla en comunicación con otros humanos. La inteligencia es un híbrido de biología y cultura.
EC | Madrid | Julio 2012
Cuando un niño nace posee un cerebro configurado hace doscientos mil años. Pero al llegar a la adolescencia lo ha convertido en un “cerebro moderno”. En ese breve período de tiempo ha asimilado las creaciones culturales de la humanidad: el lenguaje, el control de las emociones, las funciones ejecutivas, la capacidad de vivir en sociedades extensas, la habilidad técnica. Todo eso es lo que llamamos “cultura”. La cultura cambia las funciones mentales y, cada cultura, lo hace a su manera, como ha estudiado Jerome Bruner, uno de los grandes psicólogos del siglo XX. No se puede entender la actividad mental a no ser que se tenga en cuenta el contexto cultural y sus recursos, que le dan a la mente su forma y amplitud. Aprender, recordar, hablar, imaginar, todo ello se hace posible participando en una cultura.
«La cultura da forma a la mente –afirma- nos aporta la caja de herramientas mediante la cual no sólo construimos nuestro mundo, sino también nuestros poderes. Me intriga cada vez más una pregunta: ¿Dónde está el conocimiento, fuera o dentro de nuestra cabeza? Cada uno de nosotros asimilamos parte de los conocimientos que hay fuera. Los significados están en nuestras cabezas, pero tienen su origen en la cultura». Si esto es así, tiene una gran importancia para nuestras vidas, porque de la calidad de la cultura que nos rodea va a depender la calidad de nuestra mente.
La afirmación no puede ser más clara. Las ocurrencias individuales, las ideas y motivaciones, los proyectos, están influenciadas por la cultura. Einstein tal vez haya sido la gran inteligencia del siglo XX, pero no lo habría sido si hubiera nacido en una tribu africana. Por eso es tan importante el tipo de cultura que se fomenta. Hay culturas belicosas y culturas pacíficas. Hay culturas tradicionales y culturas innovadoras. La relación con la novedad es un test decisivo para la personalidad de los sujetos o de las sociedades. La cultura griega, de la que todos somos herederos, lo demuestra. Inventaron la filosofía, la ciencia, la geometría, la democracia. Lo más notable de aquellos hombres era su confianza en que la novedad nos haría mejores. Uno de los libros del «Corpus Hippocraticum» (De prisca medicina) dice: «Descubrir cosas nuevas o rematar las investigaciones que aún no se han concluido, es la ambición y tarea de la inteligencia». Aristóteles se refiere a un tal Hipodamos de Mileto que, en un proyecto de Constitución, había propuesto una ley para recompensar a quienquiera que inventase algo útil para la patria. Tucídides, al principio de La guerra del Peloponeso, hace que un enviado corintio se dirija a los espartanos para advertirles que sus técnicas están anticuadas en comparación con las de sus enemigos y que, por tanto, como ocurre siempre con las técnicas, fatalmente lo nuevo derrotará a lo viejo: «porque así como a la ciudad que tiene quietud y seguridad le conviene no mudar las leyes y costumbres antiguas, así también a la ciudad que es apremiada y maltratada por otras le conviene inventar cosas nuevas para defenderse, y esta es la razón por la que los atenienses, a causa de la mucha experiencia que tienen en estos asuntos, procuran siempre inventar novedades».
España, por el contrario, nunca ha sido amiga de novedades. En 1674, Covarrubias, en su magnífico «Tesoro de la lengua española» define así la palabra «novedad«: «Cosa nueva y no acostumbrada. Suele ser peligrosa por traer consigo mudanza de uso antiguo». Hasta Luis Vives, tan progresista, llegó a sostener en uno de sus escritos políticos que la virtud, como hábito de conducta en lo moral y social, era enemiga de novedades. El exabrupto de Unamuno, al decir «¡qué inventen ellos!», está en la misma línea.
Por medio de la valoración que hacen de la novedad, las sociedades favorecen o dificultan la creación. Hay sociedades con gran dificultad para soportar la novedad. Los balineses, por poner un ejemplo, temen sobre todo a lo imprevisto. De ahí que su cultura sea una cultura del ritual, del filtro, de las cautelas. Lo mismo sucede en las sociedades muy tradicionales, a cuyos miembros les resulta difícil imaginar siquiera lo que «podría suceder». En un curioso estudio llevado a cabo en pueblos de Arabia, se preguntaba a los campesinos cómo reaccionarían si tuvieran que vivir en un país no musulmán. No contestaban nada porque no podían imaginarse siquiera tal situación.
Si queremos tener una escuela innovadora, unas empresas innovadoras, una sociedad innovadora, tenemos que conocer los mecanismos para fomentar una cultura de la innovación. Los estudios preliminares están publicados en el Libro blanco: “Como construir una cultura del Emprendimiento, la Innovación y la excelencia”, financiado por la Fundación Repsol. En este número precisamos y continuamos esas investigaciones.