Un antiguo cuento persa relata las aventuras de 3 hermanos, príncipes de la isla Serendip, que lograban solucionar sus problemas a través de increíbles casualidades, y se pasaban la vida haciendo descubrimientos «por accidente y sagacidad», de cosas que ni siquiera se habían planteado. Esta leyenda da nombre al fenómeno que vamos a describir: la serendipia.
EC | Madrid | Enero 2013
Fue Horace Walpole, un escritor y arquitecto británico, el primero en emplear este relato para referirse a sus propios descubrimientos accidentales, acuñando el término serendipia. ¿Qué habría sido de nuestra historia sin casualidades, sin errores, coincidencias, accidentes y ojos sagaces que fueron más allá? Pensemos en Arquímedes o en Colón, dos de los primeros ejemplos de serendipia. O, quizá, deberíamos decir pseudoserendipia.
Royston M. Roberts, autor de Serendipia, descubrimientos accidentales en la ciencia, inventa este término para distinguir entre la verdadera serendipia -los casos en que se descubre algo que no se buscaba- y aquellos en que se tiene la necesidad o intención de solucionar un problema, y de repente, un hecho inesperado y fortuito da la solución. El inventor del velcro no tenía intención alguna de crear un cierre cuando salió a pasear por el campo y volvió a casa con la ropa llena de unos cardos llamados cardamoños, que se resistían a ser arrancados de las prendas. Sin embargo, al ver la gran resistencia de los cardos, decidió observarlos al microscopio y vio que sus pinchos terminaban en diminutos ganchos. Esto le dio la idea de fabricar un sistema de cierre con dos cintas, e inmediatamente se puso a trabajar en ello. He aquí un auténtico caso de serendipia.
Debemos importantes avances en química al dormilón Kekulé, pionero de la Teoría de la Estructura Química. Este investigador logró resolver algunos problemas, como el de la complicada estructura del benzeno, tras haberse quedado dormido (en el piso superior de un autobús londinense y en su casa de Gante frente al fuego) y haber soñado cosas raras. En este caso hemos de hablar de pseudoserendipia, ya que se buscaba una solución; lo peculiar fue la forma de encontrarla.
La vacuna de la viruela, una de las enfermedades más devastadoras, se debe a una coincidencia en vez de a un arduo trabajo de laboratorio. El médico Edward Jenner, recordó en el momento clave que, cuando era joven, una ordeñadora le había comentado que ella nunca sufriría ese mal, ya que había tenido “vaccinia”, una enfermedad transmitida por las vacas que tenían casi todas las ordeñadoras. Curiosamente, esas mujeres no solían enfermar de viruela, ni siquiera estando en contacto directo con quienes sí la padecían. Jenner tuvo el buen juicio de reflexionar acerca de ese comentario, y pensó que, mejor que intentar curar la viruela, sería evitar que la gente la contrajera. Decidió inocular vaccinia a un niño, y dos meses después, viruela. El niño no la desarrolló. Tras proseguir sus ensayos, dio con la vacuna.
Muchos medicamentos han surgido de forma serendípica: la aspirina pretendió ser un antiséptico, con inútiles resultados. Pero en lugar de descartarse como fármaco, se reconoció su efectividad como analgésico y antipirético.
La vida entera de Flemming es una cadena de casualidades. Fleming es famoso por su descubrimiento de la penicilina, paradigma de la serendipia. Pero sin una experiencia previa de Sir Alexander, quizá la presencia de moho en la placa de petri que dio lugar a la penicilina, hubiese pasado desapercibida. Esta experiencia pasada no es muy agradable. Fleming estaba preocupado por los antisépticos usados en la época: causaban más mal que bien, porque destruían los glóbulos blancos. Una vez que cayó enfermo, se dedicó a estudiar sus propias flemas. Las recogía en platos de cultivo, y se llenaban de bacterias amarillas. En un momento de observación, una lágrima, debida, seguramente a su congestión, se le cayó al plato. Al día siguiente, había un círculo vacío de bacterias donde la lágrima había caído. Entonces se dio cuenta de que debía haber alguna sustancia inofensiva para los tejidos humanos, pero eficaz contra las bacterias. Años después aplicó el mismo discurrimiento al moho del cultivo de la gripe. Él mismo relató:
“Si no fuera por la experiencia anterior (con la lisozima), yo habría tirado la placa, como muchos bacteriólogos debieron haberlo hecho antes”. (Ídem, pg. 252)
En 1889 unos investigadores estaban estudiando la función del páncreas en la digestión. No tenían en mente nada relacionado con la diabetes. Habían extirpado el páncreas a un perro. Un ayudante de laboratorio les llamó la atención sobre un enjambre de moscas que zumbaba sobre un charco de orina de ese perro. ¿Por qué atraía a las moscas? La analizaron y descubrieron que estaba cargada de glucosa. La presencia de esta sustancia en la orina indica diabetes, y como el perro en cuestión carecía de páncreas, comenzaron a sospechar una relación entre este órgano y la enfermedad. Este curioso incidente abrió la vía a futuras investigaciones sobre la diabetes, originó más experimentos y encarriló su estudio y posterior tratamiento. No fue hasta 1922 cuando empezó a utilizarse la insulina clínicamente, pero todo empezó con la extracción de un páncreas canino. De hecho, aquellos investigadores nunca fueron reconocidos por sus contribuciones a la digestión, sino como pioneros en el trabajo sobre la causa y control de la diabetes.
Este tipo de accidentes llegan a convertirse en descubrimientos por la sagacidad de la persona que topa con esos accidentes. Bien lo expresa la famosa cita de Pasteur, otro buen exponente de la serendipia: “En los campos de la observación, la casualidad favorece sólo a las mentes preparadas” (citado por Roberts, pg. 372)
La característica dominante de este tipo de mentes, tan proclives a los accidentes, es la curiosidad. Los accidentes presenciados despiertan en ellos una gran curiosidad que les hace ir más allá que sus compañeros. Los tres sustitutos del azúcar se descubrieron azarosamente, por ejemplo, la sacarina: un preparado del laboratorio se derramó accidentalmente en la mano de un químico y, este, intrépido, lo probó y le supo extraordinariamente dulce. En seguida se percató de las posibilidades comerciales de aquella sustancia y comenzó a investigar.
“El descubrimiento consiste en ver lo que todos han visto y pensar lo que nadie ha pensado” (Albert Szent-Gyorgy).
Los errores y despistes han sido proverbiales. Grandes inventos han surgido a partir de productos mal hechos, como las célebres notitas autoadhesivas (Post-its), o de máquinas estropeadas, como cuando se descubrió la luna de Plutón mientras arreglaban un escáner que se había roto. Incluso la torpeza propicia descubrimientos; un investigador tropezó y se cayó por una pendiente, en Tailandia, dándose de bruces con unas antiguas vasijas que llegaron a cambiar las teorías sobre la prehistoria.
La arqueología es uno de los campos más sujetos a la serendipia. Pompeya y Herculano se hallaron en 1709 durante la excavación de un pozo para la agricultura, los famosos guerreros chinos de terracota fueron encontrados casualmente por unos campesinos, y el Niño de Taung, a manos de unos trabajadores que buscaban cal en Johanesburgo en 1924. Hasta entonces, ni siquiera se pensaba que África fuese la cuna de la civilización. Obreros que encuentran cuevas a partir de un hueso que sobresale en una madriguera de conejo, mamuts en unas obras de construcción en Dakota del Sur 1974, mastodontes en Austin, Texas…
“En arqueología, casi nunca encontraréis lo que vais buscando.” Mary Leakey, arqueóloga.
Niños jugando han descubierto muchas cuevas y arte rupestre; los Rollos del Mar Muerto los encontró un niño beduino que buscaba a su cabra en unos escarpados riscos. Observó una pequeña abertura en uno de ellos y tiró una piedra. El sonido que produjo fue de cerámica rota, lo que condujo al gran hallazgo.
La lista de descubrimientos por serendipia es interminable. Seguro que el futuro nos depara más felices coincidencias. Pero para que lleguen a transformarse en descubrimientos, serán necesarias mentes preparadas y sagaces. Estas cualidades pueden adquirirse. Se debería animar a los estudiantes a ser flexibles en sus pensamientos e interpretaciones, a no evaluar sus resultados en función de correcto/incorrecto. Los resultados inesperados deben tenerse en cuenta, ya que, como hemos visto, puede que sirvan para otro propósito, o que conduzcan a otros descubrimientos, o que más tarde se demuestre su utilidad. Hay que valorar y promover la capacidad de observación y la curiosidad.
Fuentes | |
– Serendipia, descubrimientos accidentales en la ciencia, Royston M. Roberts. Alianza Editorial. Madrid, 1992. |